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Flores de ulmo y Ombú

Este volumen recupera dos libros de Pedro Montealegre, «Flores de ulmo» y «Ombú», inéditos hasta la fecha. Ambos fueron escritos el 2014 y, aunque despliegan técnicas distintas e imaginarios plurales –probablemente el segundo da cuenta de una técnica mucho más depurada y disparada, de un sistema de relaciones opaco e inaudito y especialmente barroco; mientras que el primero se hunde de manera declarada en la biografía de alguien que crece en el sur de Chile–, reflejan la poética de Montealegre tal como la conocemos hasta hoy: su escritura arrojada, furiosa, oscura, a momentos irónica y exquisitamente excesiva, impúdica y desafiante: «¿Que te aburre soberanamente mi vida? Lector insumiso, que prefieres trabalenguas a una gota de sangre», leemos en un texto de una serie de poemas breves en los que discute con el lector.

El montaje de la ópera

Leer El montaje de la ópera de Yair Gómez Szmulewicz implica darle escucha a una obsesión: cómo es que el sonido y la música ocurren o son posibles, qué sucede en el mundo de los objetos y sus vibraciones que llega a la cóclea y experimentamos lo sonoro. Arrojado a la intensidad de esa pregunta, el yo decide montar una ópera en un contexto que parece inadecuado, incómodo o precarizado. Se trata, en suma, de un compositor joven e inexperto que ambiciona demasiado y del cual nos llegan temblores, dudas, diálogos con vivos y muertos y una biografía fragmentaria, que involucra a una madre obsesiva con el estudio, un padre distante y una casa que nos remite a las novelas chilenas familiares, al fundo y a una cierta aristocracia oscura.

Como si dejaras caer una granada

Al abrir una granada, el ojo descubre un conjunto de semillas, cápsulas brillantes que despliegan un territorio fértil para los sentidos. Así acontece este libro, leemos «un poema a la fertilidad de las imágenes», un poema largo del cual cada semilla compone un trazo de sentido, una escena, una referencia, una breve toma de una vida. Como punto de partida hay un nudo triple: la obsesión por la fruta, una película de Sergei Parajanov (y guiños a su biografía) y una ruptura amorosa. Estos elementos se trenzan en una línea oscilante que va de verso a prosa, de detención a ímpetu, de silencio a golpe, y que prolonga al máximo nivel un lenguaje secreto que se dirige al tú del amante, a la diferencia insalvable entre un «sudaca oscuro dominio / tan distinto de ti» y ese hombre al que ama, que parece tener la potestad de querer educarlo mediante la dura navaja de la inteligencia. Entre ellos dos, un cerro de semillas.

Como la noche adentro de los ojos

El poema parece un órgano del cuerpo del poeta que el lenguaje ha sido incapaz de nombrar: ese órgano que reúne la memoria del corazón y la técnica. Obsesionado con la figura del símil, en la que el yo se queda y mira atento gracias a una traducción que hace en compañía de la poeta Mirta Rosenberg, y consciente de que el «como» de una comparación extendida crea un nudo amoroso entre dos zonas autónomas, vemos cómo Lipara despliega un poema en veinticuatro partes que va enlazando instantes de una vida: la muerte de la madre, la enfermedad de la maestra, la muerte del padre, el encuentro del amor, la lectura de la Ilíada y la manera luminosa en que leer permea el mundo de quien observa y anhela capturar esos chispazos vitales en el lenguaje. «El yo es un espacio abierto y ocupado por fuerzas exteriores», el yo es un lugar compuesto por fuerzas, que generan variaciones.

Apuntes para abolir la historia

«Una trata de ordenar los hechos: / dibujar una línea primero corta / luego más larga hasta el límite de la hoja / tomar el papel alejarlo a una cierta distancia», leemos en esta obra, primer libro de poesía de María Mazzocchi. Pero el yo parece saber que «la historia no se registra así», que el retorno al origen es un camino oscuro, colmado de líneas cortas y largas que se cruzan, se traban, borran y confunden. Hay aquí una historia familiar que resguarda su propio secreto y una mujer que, en el diván del psicoanalista, enhebra y desenhebra una genealogía compleja, que se asemeja a la Muralla China en su impenetrabilidad. Ante el silencio y la posibilidad del olvido, el yo escribe, se despliega en esa insistencia, con escopeta en mano se hace espacio: agarra coraje, se burla de sí misma, se muestra iracunda, a ratos lírica, a veces prosaica, y concierta un espacio coral que desborda los límites de la página.

En tierra seca

«Un peso en la mente / se abre / lanza un brochazo blanco sobre las cosas», leemos al inicio de En tierra seca de Rocío Godoy, y desde ahí en adelante se hace espacio la escritura a pinceladas: escenas ínfimas, sueños, chispazos, recuerdos, pequeños cuadros articulados por una voz que recolecta ramas para construir un nido en el bosque tupido que es la memoria familiar y la infancia. El poema se despliega tenso, complejo en su sintaxis, encabalgado y oscuro habla del daño, del encantamiento de lo no dicho; cuerpo textual incómodo que observa las grietas de una familia, la fragilidad de los vínculos y el encuentro con la escritura como posible hogar. El ojo se queda adosado a los detalles de la experiencia, que vitaliza mediante la letra, aferrado incluso a la potencia de la falta, que acaba siendo una luz en medio del poema: «Está naciendo el poder / de las cosas que no tengo».

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